Apenas había aún luz en aquella habitación. Los rayos de sol asomaban tímidos a través de las persianas. Tal vez se tratase más de prudencia que de pudor pues él aún descansaba, enredado en aquellas intrépidas sábanas que ya se habían inundado de toda su esencia. Se trataba de una nueva sensación, pero allí, observándolo desde aquel rincón de ese cuarto, ella ya supo que se enamoraría de nuevo cada vez al verle así, tranquilo, sosegado, en paz, feliz. Mientras, afuera, la mañana comenzaba a abrirse camino. Ruido de coches, pitidos y alguna que otra voz procedente de alguna pared demasiado estrecha para respetar cualquier sonido. De todos modos, nada de eso podía importar. No en ese dormitorio ni en ese momento. Parece que se mueve. Si. Da la vuelta sobre si mismo y acaba de lado, dejando al descubierto gran parte de su cuerpo desnudo. Su espalda deja ahora de ser una incógnita y reaparece como el más hermoso relieve de aquel fondo liso y claro. Ella se fija en sus brazos, los mismos que horas antes la habían hecho sentir tan especial. Sus manos, ahora inocentes, acomodadas en el colchón. Sus hombros, su pecho… Con los ojos aún cerrados, él dibuja una sonrisa.
–Puedo sentirte, aunque no te vea. Solo espero que esto donde estoy no sea un diván y tú no estés psicoanalizándome, como de costumbre.
Ella corre a besarle.
–Tonto.
–Ya lo se, me lo dices continuamente. –asegura él mientras esboza otra preciosa sonrisa y abre los ojos por primera vez en esa nueva primera mañana de su vida.
Después risas, abrazos y más besos.
–Buenos días, bella durmiente. –le dice ella, divertida–. Espero que hayas despertado con apetito porque, bueno, tú ya te diste cuenta de que me quieres, ahora me toca a mí cumplir mi parte del trato…
Se echa a un lado con la intención de dejarle ver lo que, unos minutos antes, había colocado a conciencia y de manera perfecta en la mesita de noche. Él, que todavía no sabe muy bien de que va todo aquello, le da un suave beso en los labios, pues la cara de entusiasmo de ella lo llena de ternura. Después se incorpora y la ve. Ve la bandeja encima de aquel pequeño mueble de madera. En ella, un gran vaso de zumo de naranja, le parece, y un plato, de proporciones importantes, repleto de toda clase de dulces de chocolate.
–No puede ser… –alcanza a decir, perplejo.
–Claro que puede ser. Sabes que siempre he sido una mujer de palabra. –argumenta ella, feliz, mientras le acerca la bandeja a la cama.
–Claro que puede ser. Sabes que siempre he sido una mujer de palabra. –argumenta ella, feliz, mientras le acerca la bandeja a la cama.
Ambos se miran un instante, con una intensidad que quizá nunca ninguno había alcanzado a conocer. Al final, él presta atención un momento a aquello que ella le ofrece y entonces lee la nota que acompaña a aquel peculiar desayuno: “Desde hoy hasta siempre, dulces de chocolate a la cama”; y vuelve a besarla, aunque no por última vez.
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