24 de febrero de 2012

Lo mío tiene un nombre.

Estamos hartos de oír hablar de la normalidad. ¿Qué es normal? ¿Qué no lo es? Basta con indagar un poco acerca de la palabrota en cuestión para que automáticamente nos aparezca la relación que tiene el término con otros tantos como son “reglas”, “normas”, “estado natural” o “valores medios”. Con vocablos como estos no me extraña nada que a nadie le motive coger un diccionario. Así, de primeras, las reglas y las normas ya no llaman mucho la atención, pero la cosa continúa con ese inquietante y estremecedor estado al que llaman natural. ¿Estado natural? Estado natural, si. Bien. No se trata más que de una manera de denominar a lo que comúnmente tiene lugar, lo que habitualmente ocurre, lo que más se repite estadísticamente hablando. Pero no quisiera quedarme ahí y me permiten mencionar, siempre desde mi humilde opinión, lo poco acertado del concepto. Estado natural. ¿Podemos hablar de verdad, sin temor a equivocarnos, de la existencia de un estado natural en las personas? ¿Alguien lo conoce? Me consta que ya los hay que se han parado a pensar en las consecuencias desafortunadas de todo este asunto. ¿Qué pasa si no estás entre esa mayoría? Si, justo. Por convención te toca ser, de alguna forma, inferior a lo que te rodea. ¿Tenemos el derecho real de poder decidir, sin pecar de arrogantes, lo que es y no es natural entre nosotros? Pero oigan, si ni siquiera ya podemos decir que el ser humano sea bueno por naturaleza. Y digo más, ¿podrías tú, por ejemplo, explicarme exactamente qué es bueno y qué malo? En todo caso, y no porque quiera yo subestimar tu capacidad imaginativa, sólo podrías alcanzar a describir lo que, en tu caso concreto, bajo tu punto de vista y unas circunstancias específicas, sería algo negativo, no ventajoso o, por el contrario, bastante afortunado. Hasta ahí podrías leer. No sabemos nada y sin embargo, nos empeñamos en saber, sin querer entender que no existe una respuesta real y universal para todo. Los innatismos y demás conceptos rígidos para el racionalismo cartesiano y su “método verdadero”, por favor. No alcanzo a entender la ventaja evolutiva de esa necesidad tan lograda que tenemos de partir siempre de una base, una emoción estándar, un sentimiento aceptado; en definitiva, un punto a partir del cual todo lo demás nos tenga que resultar extraño o desatinado. Es bien sabido que la incertidumbre inestabiliza y puede crear confusión pero hay cosas que rotundamente no se pueden categorizar. Tantísima gente, tantas formas de pensar, tantos tonos de piel, contextos, deseos, intereses, prioridades, que resulta inútil buscar un canon entre tanto material. Los padres y las hijas hablan de sexo, las chicas ven fútbol, los chicos cocinan, las personas del mismo sexo se casan y hasta las adolescentes se enamoran de hombres adultos. ¿Estado no natural? Estáis invitados a la reflexión.

Para seguir y terminar con lo que vine empezando en las primeras líneas, me veo obligada a destacar esta definición que hace unos días encontré: “En un sentido general, la normalidad hace referencia a aquel o aquello que se ajusta a valores medios”. Anda, nuevo concepto, “ajuste”, otro que tal baila. Más aún si le siguen los ya mencionados medios valores, también conocidos como “valores medios”. Éstos tampoco fueron nunca mi fuerte. Ya ven, me gusta gritar, dar besos aunque no me los pidan; suelo enseñar los dientes cuando sonrío, quiero a rabiar a todo aquel que me regala un ratito de su vida e, indiscutiblemente, puestos a elegir, prefiero hacer el amor cuatro veces una noche.

¿Quién te dice a ti que, de existir un estado natural en las personas, este no sea el del esquizofrénico en plena fase activa? Todo depende del prisma con el que se mire. Eso o lo mío tiene un nombre.